26.3.12

Monólogo interior

Todos los días escribía un libro, con sus actos, sus protagonistas y sus antagonistas. El conflicto siempre existió, desde tiempos iniciales. Nadie conocía esos libros interiores, narraciones de veinticuatro horas que solo ella podía oír. Tantas veces pensó en la transcripción, tantas otras se dio cuenta de que por mas que lo intentaba las palabras se desmenuzaban en esos segundos en que tardaban en ser pronunciadas. Nunca se llegaba al cuento, creía novelas deliciosas para sus adentros, diálogos que cerraban por donde se lo viera, y sin embargo allí estaban encriptadas en un monologo interior que nunca dejaría de serlo. Incluso, muchas mañanas o noches de vigilia, oía la perfección de una frase, la clave humorística que le estaba faltando al relato, las palabras precisas de un personaje ausente, y con tan solo contar hasta diez, levantarse, y acercarse al papel, se desdibujaban. Entonces solo quedaba hacer un pequeño punteo con las sucesiones de hechos, los personajes y los diálogos. Pero la belleza de las palabras disipaban y aquello no era un montón de datos separados por guiones, o en el mejor de los casos puntos.
Toda una vida trascurrida en la perdida de las palabras justas. No entendía porque sucedía eso. Y cada vez que volvía a ocurrir un brote amnésico la tomaba por asalto y recreaba otra vez el mismo mecanismo, levantarse, anotar, desilusionarse.
Su devoción por las libretas de tamaño bolsillo era mucho mayor a la cantidad de cada una de estas que haya usado de la primera a la ultima hoja. En cualquier cajón, bolso, cartera o mochila había una. Quien los viera creía en su insaciable necesidad de escribir, y no en que cada libreta interpretaba un intento de transcripción que no nacería mas allá de una idea principal. Cierto es que muchas veces pensó en llevar consigo una grabadora pero sabia que no le gustaría leerse en voz alta en colectivos y plazas publicas.
Después de un tiempo, retomaba esos listados de situaciones cotidianas, vacías de extrañamiento e intentaba darles forma, pero nunca volverían a ser lo mismo, la inexactitud de sus propias palabras se había vuelto un misterio. ¿A donde iban a parar? ¿Que es lo que hacia de la forma algo irrecuperable, y del contenido algo ordinario? Buscó en las grandes biografías, todos llevaban consigo las libretitas de apuntes. Pero ¿cómo es que llegaban a pulirlas? A reencontrar las que monologueaban.
Creyó pertinente durante un tiempo tener libretas junto a la cama, escribir inmediatamente el instante de la ocurrencia. También fue en vano. La desanimaba creer que su yo en estado de vigilia, o muchas veces adormecido por el viaje o una caminata podía escribir mucho mejor que su yo despabilado, el que trabajaba, el que lavaba los platos todos los días o tan solo el que leía.
Creyó que seria bueno esperar al yo novelista agazapada con su yo redactor. Tomó lápiz y papel, lo puso junto a la cama y escribió lo que primero se le vino a la mente, ninguna frase perfecta ni ningún diálogo jugoso. Solo escribió “ intenta escribirme algo que yo haré tus monólogos”.
La mañana siguiente despertó sin nada en que pensar, nada que transcribir, el día continuó. La voz interior completamente apagada, ni ordenes, ni relatos, ni conversaciones, ni situaciones creadas, la nada misma. Ella sola caminando por Buenos Aires en completo silencio. De modo similar pasaron algunos pares de días.
El Yo redactor le escribió una carta al Yo escritor que decía así: “ querida escritora, le pido mis mas sinceras disculpas si he apagado su voz interior, no era mi intención, tan solo esperaba de su parte un poco de colaboración en la unificación de ambas partes literarias. Entiendo su recelo en lo que atañe a su obra, pero por favor, si alguna de sus palabras llegasen a las ondas sonoras todo seria mas fácil a la hora de la redacción. Espero que todo se pueda recomponer. Saludos. Yo”.
Un poco desanimada creyendo no haber encontrado las palabras adecuadas la redactora se fue a dormir. La mañana siguiente la hoja en blanco, salvo la firma. Petrificó el “YO”. Busco la explicación en grandes caminatas, subió a decenas de transportes públicos, y nada, inactiva la escritora.
Una mañana común, de esas que se suele tener mecánicamente, en el instante en que las cuatro puntas de la cama quedan tensas con la sabana limpia apareció: “perdona, entiendo la inoportunidad de mis relatos, nos costará a las dos, yo buscaré la forma de archivar todos estos textos para que en los momentos en que puedas volcarlos aparezcan. Estos días he intentado tomar nota, pero se vuelve un tanto extraño redactar mis palabras, la fugacidad en que lo digo me desconcierta. El extrañamiento de lo cotidiano se activa cuando desparece, cuando puedo analizarlo, no sorprende en el momento. De ahora en adelante cambiaremos de método. Tu tomarás nota de cada cosa que te deslumbre, cada cosa que creas necesaria decir; yo redactaré por mi cuenta y cuando crea un buen momento para ti lo dictaré. Saludos. Yo”.
La redactora no supo que contestar y permaneció en silencio con las manos todavía acariciando la tensa cama. Durante el día tomó las siguientes notas: hombre dando de comer a las palomas en la Av. Corrientes; subte detenido entre estaciones; niño vestido de Superman en medio de una calle Florida grisácea debido al mal tiempo.
En una sala de espera, en medio de la tarde mientras hojeaba una revista de grandes astros de la televisión, dejó todo y abrió su bolso. No encontró mas que panfletos de publicidad, esos panfletos que por la inscripción que todo indicaba nunca atinó a arrojar en la vía pública. Lapicera en mano y creyendo en un acto de total autonomía, aunque nada tenga de ello escribió:
“ Camino sin creer que todo esto haya cambiado, el hombre que siempre alimenta las palomas no espera a que la calle este vacía. Cuantos más somos los que transitamos esa última cuadra de Corrientes antes de cruzar la Av. Paseo Colon mas kilos son los que alza en sus manos de ese pan que le ha costado una mañana entera juntar en las panaderías de la zona. Y así, en un acto de total libertinaje de semejantes voladoras, se entrecruzan con los transeúntes provocando esos instantes de ceguera en que todos cerramos los ojos por miedo al ataque, por miedo a la rebelión de los animales, por miedo a la ocupación total de la ciudad. Por suerte ese día nadie sale de la boca del subte. Ana, una mujer de unos treinta años esta encerrada entre la estación Florida y Alem. La línea B ya no es lo que era, sus horarios no son dignos de respeto y la respiración onda que implica tomar la decisión de subir a cada vagón es digno de una elección de vida. Las luces del túnel no existen, las del vagón se entrecortan dejando ver por segundos las expresiones de los pasajeros. Es interesante como las caras de fastidio se van transformando en pavor a medida que pasan los minutos y la situación se vuelve irrevocable. Ella presta atención en cada uno de esos rostros, y después de una ráfaga que recorre a los mas próximos, entre medio, ve al niño que hacía poco mas de una hora había cruzado por Florida. El nene está parado, firme, con su capa de Superman un poco mojada por la incipiente lluvia que los sorprendió antes de bajar a la estación . De su mano, la madre lo toma fuertemente. El también recorre el vagón con la mirada, y sin ningún tipo de estupor su carita se ve intacta, sin miedos ni fastidios. Se cruza en la mirada de Ana, el también la reconoce, recuerda que pasó a su lado y lo descubrió como Superman. El no se dio por aludido, porque seria reconocer su secreto, pero la oyo nombrarlo. Ella lo mira y le sonríe. El niño suelta a su madre de la mano, la extiende y salta sobre uno de los asientos. Las luces se prenden con normalidad y el vagón avanza lentamente aumentando su velocidad. Ana le guiña un ojo con complicidad. Y el niño con una mano en la punta de la capa, salta del asiento y toma nuevamente la mano de su madre”.


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